El primer día en consulta mientras la ginecóloga nos explicaba como se aplicaban los inyectables, yo me sentía como en un parque de atracciones a punto de montarme en la Montaña Rusa. Con ganas y miedo. Cómo estaría de nerviosa, que al terminar, cogí una cigüeña de plata que reposaba en la mesa de adorno (imagino alguna pareja había llevado de agradecimiento) y me despedí de la doctora con ella en la mano, ¡¡metiéndola en el bolso!!. Así fue mi primer contacto con la clínica, como una cleptómana prenatal. O como la que va a la feria y se quiere llevar su peluche en la tómbola, yo quería bebé, y me habían contado que la cigüeña tenía algo que ver. Me disculpé rápidamente avergonzada y salí de allí echando leches (es una expresión, mis pechos aún no podían fabricar leche, ni yo embriones).
Nos fuimos de la farmacia con las inyecciones que me tenía que poner en la barriga, como si fueran el Santo Grial de la concepción, una bolsa hermética, dos placas de hielo y que no le rozasen ni el aire.
Llegamos a casa y preparamos la mesa que parecía una sala de quirófano, instrumental, alcohol, gasas… Programamos los relojes, porque nos habían dicho que el pinchazo debía ser siempre a la misma hora y no queríamos colarnos ni un minuto. Cuando el reloj llego a las 21;20 hora acordada, sacamos el vial y comenzó mi vía crucis.
Para la ocasión de estreno, nos acompañó mi madre, que tiene fobia a las agujas y aún con 63 años llora en un análisis de sangre. Yo había decidido que sería la titular para dar el pinchazo, me quería responsabilizar de esa tarea, porque si al final iban a ser más al día a deshoras sólo yo estaría conmigo misma 24 horas al día. Esa fue mi lógica, que luego no sirvió para nada… Probé todas las combinaciones posibles de luces del salón, ninguna iluminaba correctamente la superficie y yo quería ver cada poro de la piel en aumento para hacerlo bien.
Llegó el momento, ¡estaba preparada! Sólo había un problemilla, me temblaban hasta las pestañas. Era consciente de que si mi mano no frenaba ese baile frenético, difícilmente llevaría a termino la tarea, y peor aún leía en los ojos de mi marido y mi madre que pintaba mal. Los minutos pasaban… Los dos se ofrecieron para su ejecución, no me fiaba de ninguno. Su historial les precedía. Respiré hondó, el corazón se me salía por la boca… ¿Tanto para un pinchazo? Pues si.
Yo sujetaba el vial en perpendicular con el ojal hacía arriba, el indicador puesto en la dosis que me habían recetado (un protocolo del copón), mi madre preguntó que si estaba a 25º tal y como habíamos visto en un video de YouTube minutos antes ¡Yo que sé! Además ya estaba la punta de la aguja tocando carne ¡ahora no iba a cambiar la trayectoria! Entonces empecé a presionar contra mi vientre, yo sentía que empujaba, pero la aguja no entraba… o lo hacía a cámara lenta o se había ralentizado el tiempo en el comedor de mi casa. Me sentía como en un capítulo de Oliver y Benji cuando el balón viajaba hacía la portería y duraba el lanzamiento tres episodios, mientras sonaba de fondo la popular Intro de; La vida es así. «la vida es asíiii, la vida es así, llena de luz, llena de coloooor….».
Finalmente cuando llegó al punto máximo de introducción del pen, que un poco más y me pincho la medula espinal, yo había invertido toda mi energía en esa presión y me resultaba imposible pulsar el aplicador para introducir el líquido. Mi marido se dio cuenta y cogió el relevo rápido, y así entre los dos dimos ese primer pinchazo. Casi suena romántico. Realmente suena como quieras vivirlo, pese a los nervios, el miedo, y lo técnico, parece que todo el proceso de las hormonas es más frío de lo que yo realmente lo sentí. Cuando acabamos me sirvieron una copa de vino y nos comimos unos mejillones rellenos que me supieron a gloria. Ese momento se llenó de emociones y fue realmente especial.
Los días que le siguieron se hizo todo mucho más mecánico, dejé de temblar pero nunca cambiamos la forma compartida de aplicar cada vial. Lo hacíamos en pareja, y se convirtió en un ritual que incluso llegamos a echar de menos, el primer día en el que ya no tuvimos que mirar el reloj. Una de las noches nos pilló fuera de casa, porque teníamos la cita en la clínica muy tarde, preparamos todo el instrumental para llevar, y sin saber bien donde hacerlo, acabamos pinchando el inyectable en mitad de la calle, bajo una farola, con las puertas del coche abiertas como el que hace botellón en un polígono. Había luna llena y yo como una loba me concentre en ella durante el proceso. De tener todas las luces de la casa a la luz de la luna.. ¿Quién nos lo iba a decir? Así que si estás en el proceso o vas a comenzarlo, tranquila. Si yo lo hice podéis todas.
En cuanto a los síntomas del vaivén emocional propio del chute hormonal, tuve suerte. No noté nada…nada de nada. Y mira que yo soy sentía’… No se si estaba tan concienciada de que eso me podía tambalear, que me hice dura como una piedra o simplemente mi cuerpo reaccionó así. Pero todo fue menos de lo que había leído, visto, escuchado e imaginado.